septiembre 18, 2011

El pastor evangélico, el laicismo, y los no creyentes

Una inusualmente desafortunada columna dominical trata de hacer dos cosas condenadas al fracaso: defender lo indefendible, y prevenir contra riesgos inexistentes.

Lo indefendible son las declaraciones del líder de una agrupación de iglesias evangélicas en el Te Deum de la semana pasada. Como es sabido, en ellas el pastor criticó proyectos de ley como el de acuerdo de vida en común, crítica que los conservadores entienden como una “defensa de la familia” (aunque nunca expliquen cuál es el peligro del que la defienden). Lo cierto, sin embargo, es que las declaraciones hicieron polémica por su carácter homofóbico antes que por su supuesta “defensa de la familia” (después de todo, ¿quién no está a favor de la familia?). El pastor se refirió a los homosexuales –con la habitual combinación de condescendencia y desprecio con que muchos conservadores se expresan sobre el tema– como personas enfermas, que, aunque merecen cariño, deben ser acogidas y corregidas. Trató a las orientaciones sexuales minoritarias –de manera confusa, dando la impresión de no entender bien de qué estaba hablando– como análogas a la pedofilia, el incesto y la zoofilia. Naturalmente, todo esto causo polémica y provocó justificado repudio. El problema con las declaraciones fue precisamente su contenido, por lo que no se entiende que la columna en cuestión pretenda hacer esto al lado, como si el problema con las declaraciones hubiera sido que un representante del mundo religioso opinara sobre asuntos de relevancia política. En este país nadie debiera espantarse por eso.

Uno de los riesgos inexistentes contra el que trata de advertir la columna es el supuesto avance de un “laicismo fundamentalista”. Afirma:

Cuando decimos que el Estado es laico (caso de Chile o EE.UU.), estamos sosteniendo que no tiene una religión oficial, a diferencia de los países confesionales (Inglaterra, Arabia Saudita), que hacen suya una religión. Pero que el Estado no se pronuncie en materias religiosas no quiere decir que proceda como si la religión no existiera: en Uruguay han tenido que llamar a la Semana Santa "Semana del Turismo", para que ese feriado resulte indoloro a los laicistas charrúas.

El buen laicismo, según esta forma de entender el asunto, sería aquel que “respeta y fomenta la práctica de la religión [...] porque constituye una legítima expresión de la identidad de sus ciudadanos y contribuye al bien social”. El mal laicisimo sería aquel “pretende que uno puede manifestar cualquier convicción en el espacio público, salvo que tenga un carácter religioso”. Sería el laicismo que “ha llegado a extremos ridículos, como el de British Airways, que despidió a Nadia Eweida, una azafata que se negó a sacarse una pequeña cruz que llevaba colgada al cuello”. Contra este laicismo habría que protegerse. Pero, en serio, ¿alguien cree que este laicismo es una amenaza? El caso de la azafata, para empezar, es más complejo de lo da a entender la columna, y nada indica que hubiera sido motivado por un excesivo celo secularista. Y en un país donde el Presidente no pierde ocasión para agradecer/invocar/encomendar a Dios, y donde sectores evángelicos han aprovechado esto para ganar relevancia política (apoyando al gobierno actual, criticando al anterior), el laicismo no parece ser una amenaza en ciernes.

Por último, el riesgo más inverosímil contra el que advierte la columna es el del mal que haría a la sociedad la pérdida de la religiosidad de sus miembros: “aunque existen muchos ateos honorables, los creyentes convencidos respetan la ley más que el promedio de los ciudadanos”. El argumento retórico para apoyar esta afirmación es el siguiente: “Cualquiera de nosotros prefiere perder su billetera en un templo y no en el Metro”. La mejor respuesta, también retórica, a la insinuación de que los creyentes son mejores personas que los no creyentes viene del más elocuente de los ateos contemporáneos: Christopher Hitchens. En su God is not great, responde a la pregunta retórica que se le hizo alguna vez sobre si en el caso de que un grupo de desconocidos que se le acercase en una ciudad desconocida se sentiría más o menos seguro sabiendo que se trata de un grupo que viene saliendo de un servicio religioso. Su respuesta:

Solo para quedarme en la letra 'B', de hecho he tenido esa experiencia en Belfast, Beirut, Bombai, Belgrado, Belén y Bagdad. En cada caso […] me sentiría inmediatamente amenazado si pensara que el grupo de hombres que se me acercaba al anochecer venían de una ceremonia religiosa.

Y además de la notable respuesta retórica, está también la evidencia empírica que muestra que los no creyentes son “menos nacionalistas, menos prejuiciosos, menos anti-semitas, menos racistas, menos dogmáticos, menos etnocéntricos, menos cerrados de mente y menos autoritarios”, además de que apoya la igualdad de géneros y los derechos de las mujeres, aceptan la homosexualidad y apoyan los derechos de los homosexuales (Zuckerman 2009). Para terminar con otra pregunta retórica, ¿si usted perteneciera a una minoría (sexual, por ejemplo), preferiría nacer en una familia o sociedad religiosa o no creyente?

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